Champagne Krug, las burbujas del paraíso

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Más que un champagne de lujo, Krug es una religión. Sus distintas cuvées son objeto de culto entre los sabios bebedores, que reverencian las joyas más excepcionales de esta bendita maison: Clos du Mesnil y Clos d'Ambonnay. Esta es la crónica de una visita a esos santos lugares.

Antes que nada, me disculparé ante los lectores de esta revista por valerme en estas páginas de un recurso que el buen ejercicio periodístico admite tan sólo en circunstancias excepcionales: el uso (y abuso) de la primera persona.

Sin ánimo de justificar esta licencia, diré que no se me ocurre otra manera de narrar la experiencia que tuve durante mi última visita a Krug: una de esas vivencias tan rematadamente gozosas –y lamentablemente escasas– que justifican por sí solas nuestro fútil paso por este sufrido planeta. 

Adicción y adoración

Debo reconocer, también, que soy un adicto confeso a los champagnes de Krug. Aprecio y venero las burbujas de esta casa, en todas sus formas, edades y precios. Empezando, desde luego, por la Grande Cuvée, el icono que define el estilo de la maison, un prodigio del arte del assemblage que combina en torno a 120 vinos de diferentes añadas, pagos y variedades, seleccionados entre los 250 que aporta la última cosecha y 150  vins de réserve, que tras la fermentación en barricas se guardan en depósitos de acero hasta quince años.

Admiro, con igual pasión, el caprichoso Krug Rosé, un elixir de delicado color rosa pálido, nariz floral, frágil y recia a la vez, y boca fresca y sensual… que llega al mercado con cuentagotas.

También adoro  los excepcionales Vintage, donde las exigencias de mantener un “estilo Krug” deben convivir necesariamente con las características de la añada.

Y, por supuesto, idolatro las dos joyas más preciadas de esta casa: Clos du Mesnil y Clos d'Ambonnay. Dos gemas perfectas, tan distintas como la noche y el día: el primero es la expresión más sublime de la chardonnay en uno de sus terruños de ensueño; y el segundo, el summum de la pinot noir en su territorio más querido.

Confesadas todas mis debilidades, también revelaré aquí que he visitado la maison en numerosas ocasiones, la primera cuando aún ejercía la presidencia Rémy Krug, el último representante de la saga que estuvo al frente de la casa antes del desembarco de sus nuevos propietarios, el grupo LVMH. 

Una mesa en Clos du Mesnil

Torpe de mí, creía haberlo visto –y bebido– todo respecto a Krug, cuando recibí una nueva invitación, esta vez para compartir con colegas periodistas procedentes de todo el mundo una experiencia bautizada  Krug Celebration.

Ingrato de mí, me lo pensé dos veces antes de aceptar (¡sin saber que era el único periodista de España que convidaban a tal cosa!), porque tenía un compromiso adquirido previamente, en Mallorca, isla que no está muy bien conectada con Reims en términos de transporte. Finalmente, mi pasión por Krug pudo más que la fobia a aeropuertos y transfers, y acabé aceptando.

Tal como había previsto, el viaje fue un infierno. La cena en el restaurante de Andreu Ginesta –en Capdepera, el punto de la isla más alejado del aeropuerto Son Sant Joan– acabó pasadas las 2 de la madrugada, y apenas alcancé a ducharme –de dormir, nada– antes de coger el taxi para llegar al primer vuelo a Barcelona, enlazar a París Orly y de allí en coche hasta Champagne. En total, más de cinco horas cabeceando en aviones y taxis.

Cuando comenzaba a vislumbrar los primeros viñedos champenoises, el conductor me indicó que no pasaríamos por el hotel, en Reims, sino que me dejaría en Clos du Mesnil.

Estaba demasiado agotado como para alegrarme, pero todo cambió cuando el coche se detuvo a las puertas del clos. Lo que vi entonces me convenció de que el esfuerzo había valido la pena: las mesas dispuestas para un almuerzo en el mismo viñedo de Le Mesnil, bajo un sol amabilísimo. La Krug Celebration comenzaba de la mejor manera. 

La caja de Pandora

Eric Lebel, Chef de CavesEric Lebel, Chef de CavesTras las pertinentes presentaciones, la presidenta de la casa –Margareth Henríquez– y el chef de cave, Eric Lebel, ensalzaron la excepcionalidad de este viñedo (1,85 hectáreas) situado en el  centro del pueblo de Mesnil-sur-Oger y flanqueado por un muro que construyeron los monjes (sus antiguos propietarios) en 1698 y que Krug adquirió en 1971.

Entonces, abrieron la caja de Pandora. Y comenzaron a desfilar por las mesas champagnes estratosféricos.

El primero fue la añada más reciente del propio Clos du Mesnil, 2003. Un portento de juventud, precisión y acidez, todo ello convenientemente envuelto en seda.

Tras esta maravilla, llegó otra: Clos du Mesnil 2000, lógicamente más hecho que el anterior, y también más complejo, con una larga paleta aromática en la que aparecen matices de manzana, pastelría, miel, cítricos y maderas exóticas y una boca profunda y exuberante.

Con los sentidos extasiados tras la doble degustación de las últimas añadas de esta cuvée, aún quedó tiempo para descubrir dos sorpresas que nos había reservado el equipo de Henríquez: los Vintage 2000 y 2003, que pusieron en relieve la importancia del assemblage para componer grandes champagnes millesimés a partir de uvas seleccionadas de los mejores crus. 

Una tienda en Clos d'Ambonnay

La necesaria pausa vespertina fue apenas una breve tregua antes de que las huestes de Krug volvieran a la carga. Esta vez, en el otro viñedo privilegiado de la casa, Clos d'Ambonnay, el "capricho" que Rémy y Henri Krug pudieron concretar en 1994, para seguir la senda del Clos du Mesnil, aunque en el paraíso de la pinot noir.  

Con apenas 0,68 hectáreas, este pequeño "jardín" provee las uvas para la cuvée que se presentó por primera vez en el 2007 y de la que sólo se conocen cuatro añadas: 1995, 1996, 1998 y 2000. La producción es en extremo limitada: poco más de 2.000 botellas, que cuestan lógicamente un Cristo (en torno a los 3.000 euros, según la añada).

Clos d'AmbonnayClos d'Ambonnay

Durante la cena en este clos, el dios Baco continúo sonriéndome: cómodamente instalado en una tienda-comedor, junto a las viñas, pude volver a probar la añada 1995: el primer Clos d'Ambonnay de la historia es un champagne que se conserva endemoniadamente joven, hechizando los sentidos con notas de caramelo, frutas rojas, pan tostado... y una boca amplia y eterna.

Ipso facto, se descorcharon a modo de estreno las primeras botellas del Clos d'Ambonnay 2000, jovial y de una elegancia casi perturbadora, con recuerdos especiados, minerales y de pastelería y persistencia XXL.

Para cerrar el episodio, señora presidenta se sacó de la chistera otra obra de arte que Krug: un magnum de Krug Collection 1982. Con su corona de finas burbujas impoluta –¡más de tres décadas después!–, un sensual color dorado-cobrizo, expresión madura y especiada y boca opulenta.

Entonces el reloj marcó las 12, salí corriendo y perdí un zapato por el camino. Y allí se acabó mi sueño.

Fue breve, pero valió la pena.

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